están enloqueciendo. Ya nada se hace a mano. Hasta las puertas se
abren mágicamente: al acercarte, pisas un pedal y la puerta se abre para
que pases. Es alucinante. Están además los específicos. Laxantes para
el estreñimiento (todo el mundo está estreñido) y Alka-Seltzer para
disipar los vapores de las borracheras. Todos se despiertan con dolor
de cabeza. Para el desayuno se toma un Bromo-Seltzer, con jugo de
naranja y panecillos de maíz tostado, por supuesto. Para empezar bien
el día tienes que alkalizarte. Esto se lee en todos los trenes del subte.
Conversaciones a toda presión, acción rápida, dinero al contado, vivir
hipotecados hasta los ojos, la prosperidad al doblar la esquina (¡está
siempre al doblar la esquina!), no te preocupes, sigue sonriendo, créelo
querido, etc., etc. Las canciones son maravillosas, sobre todo las letras.
Delatan la incurable melancolía y optimismo de la raza norteamerica-
na. Desearía ser extranjero y recibir todos estos mensajes sin estar
preparado en absoluto. Hay una canción excelente que dice: "The Ob-
ject of my Affection is to change my Complexion..." . También la llevaré.
.......
Bueno, estas reminiscencias sirven únicamente para hacerme re-
cordar que debo decirte que aquí todo es igual y que llevaría una vida
de perro si tuviese que depender de Estados Unidos para la inspiración.
La razón de que te escriba esta larga carta es que hace diez días que no
he podido escribir un solo renglón. Nueva York lo aplasta a uno. No se
puede respirar. No es el ruido ni el polvo, el tráfico ni el gentío; es la
espantosa chatura, fealdad, monotonía y uniformidad de todo. Las
paredes te oprimen. Una es igual que otra y no hay anuncios de Pernod
Fils, de Amer Picon, de Suze, de Marie Brizard ni de Zigzag. Están
peladas y, en el caso de los rascacielos, son como enormes vías de
ferrocarril paradas, que resplandecen metálicas, rectas como un pedes-
tal rectangular; paredes interrumpidas por millones de ventanas, ilumi-
nadas aquí y allá como registros de órganos. Cuando caes bajo la in-
fluencia de un rascacielos es un maelstrom el que te atrapa. El viento
se arremolina en torno a la base del edificio y falta poco para que te
levante en vilo. Tú estás de pie contemplando boquiabierto esos edifi-
cios noche tras noche, semidivertido, semidisgustado, semiamedrenta-
do, y dices "nuestro esto", "nuestro aquello", luego de lo cual te metes
en una cafetería y pides un sándwich de jámón y una taza de café livia-
no y piensas en los ratos estupendos que no has pasado.
abren mágicamente: al acercarte, pisas un pedal y la puerta se abre para
que pases. Es alucinante. Están además los específicos. Laxantes para
el estreñimiento (todo el mundo está estreñido) y Alka-Seltzer para
disipar los vapores de las borracheras. Todos se despiertan con dolor
de cabeza. Para el desayuno se toma un Bromo-Seltzer, con jugo de
naranja y panecillos de maíz tostado, por supuesto. Para empezar bien
el día tienes que alkalizarte. Esto se lee en todos los trenes del subte.
Conversaciones a toda presión, acción rápida, dinero al contado, vivir
hipotecados hasta los ojos, la prosperidad al doblar la esquina (¡está
siempre al doblar la esquina!), no te preocupes, sigue sonriendo, créelo
querido, etc., etc. Las canciones son maravillosas, sobre todo las letras.
Delatan la incurable melancolía y optimismo de la raza norteamerica-
na. Desearía ser extranjero y recibir todos estos mensajes sin estar
preparado en absoluto. Hay una canción excelente que dice: "The Ob-
ject of my Affection is to change my Complexion..." . También la llevaré.
.......
Bueno, estas reminiscencias sirven únicamente para hacerme re-
cordar que debo decirte que aquí todo es igual y que llevaría una vida
de perro si tuviese que depender de Estados Unidos para la inspiración.
La razón de que te escriba esta larga carta es que hace diez días que no
he podido escribir un solo renglón. Nueva York lo aplasta a uno. No se
puede respirar. No es el ruido ni el polvo, el tráfico ni el gentío; es la
espantosa chatura, fealdad, monotonía y uniformidad de todo. Las
paredes te oprimen. Una es igual que otra y no hay anuncios de Pernod
Fils, de Amer Picon, de Suze, de Marie Brizard ni de Zigzag. Están
peladas y, en el caso de los rascacielos, son como enormes vías de
ferrocarril paradas, que resplandecen metálicas, rectas como un pedes-
tal rectangular; paredes interrumpidas por millones de ventanas, ilumi-
nadas aquí y allá como registros de órganos. Cuando caes bajo la in-
fluencia de un rascacielos es un maelstrom el que te atrapa. El viento
se arremolina en torno a la base del edificio y falta poco para que te
levante en vilo. Tú estás de pie contemplando boquiabierto esos edifi-
cios noche tras noche, semidivertido, semidisgustado, semiamedrenta-
do, y dices "nuestro esto", "nuestro aquello", luego de lo cual te metes
en una cafetería y pides un sándwich de jámón y una taza de café livia-
no y piensas en los ratos estupendos que no has pasado.
NUEVA YORK, IDA Y VUELTA
HENRY MILLER
No hay comentarios:
Publicar un comentario